El repartidor de la bollería, dice que antes de las ocho menos
cuarto está allí, pero nunca es cierto. Siempre llega a las menos diez y a Rosa
le toca correr porque a las menos cinco pasan las primeras madres, que con la
hora justa, quieren comprar bollos para su prole.
Blanca ha abierto a las siete, y ha vendido sus primeras
barras de pan a la clase obrera y a amas de casa madrugadoras, que luego
quieren tener tiempo para ellas y empiezan con la tarea pronto. Después de
estas primeras ventas, la cosa decae hasta las nueve y media, cuando vienen las
que bajan del mercado, y a partir de las diez es la hora más viva.
Cuando pusieron la panadería, Rosa empezó a jugar con su ropa
y comprobó que cada día pasaban más estudiantes por el comercio. Chicos en su
mayoría, que venían a ver el nuevo modelo que llevaba. De boca grande y
adornada con pendientes largos, y cabellos de un rubio artificial y desteñido,
sabe reír y bromear. Se deja querer y desear, sin provocar, pero consintiendo
miradas tórridas e intenta ocultar un rubor que nunca aparece, hasta el punto
de que algunas chicas vienen a comprobar que no es para tanto lo que dicen los
chicos. Además son mujeres muy mayores para ser competencia suya.
Blanca empezó a ver nuevas posibilidades cuando un día se le
ocurrió dejarse un par de botones sin abrochar y la cola de chicas que querían
sus bocadillos, creció proporcional a su escote. Blanca tiene ojos de gata,
boca de piñón y caderas de barca, que
casi siempre ciñe con vaqueros o pantalones ajustados, que hacen resaltar aun
más la contundencia de sus proporciones entre cintura y caderas. Sobre la ropa
de color negro, destaca la piel blanquecina de la cara, del pecho, y desde
aquel día, el aparentemente descuidado e interminable escote.
Entre ellas hablan, porque según dicen son distintas, de la
hendidura que suele llevar Blanca, por su poco pecho y de la abertura profunda
y exuberante de Rosa, que aunque de más edad, se conserva bien para haber
tenido dos niñas y un marido demasiado atlético y estricto.
Las dos socias se hacen señas entre ellas e intercambian
miraditas y risillas, al parecer inocentes. Cuando se quedan solas comentan algunos
gestos, pero la mayoría son solo una manera de crear intrigas, entre la
clientela del instituto a la hora del recreo. Seguras de que después, mientras
devoran los bocadillos por la calle de vuelta al centro, el alumnado confirma
sus sospechas y acertadas conjeturas, que habían imaginado de las dos mujeres.
En algunas ocasiones, las chicas llegan a una familiaridad
inexplicable, fuera de una consulta profesional. Ellas nunca profundizan,
porque no saben exactamente qué contestar a una juventud que no han vivido.
Por la tarde la panadería, sin alumnado ni compras, y quizás
también por la persona que atiende o desatiende, según la ocasión, apenas tiene
ventas.
Blanca que en realidad se llama Modesta, sale una hora
antes, se va a las dos. Vuelve a su casa. Algunos días su abuelo no se ha hecho
con su mujer y la abuela sin demasiada conciencia, se ha puesto a hacer la
comida encendiendo el fuego antes de tener nada en la olla y después de una
hora en el fuego, la cazuela ha cambiado de color, y el olor a plástico quemado
de las asas, invade la cocina y parte de las escaleras comunitarias. Otros, el
pobre hombre se queda dormido, y su mujer, para dejarlo descansar, ha cerrado la
puerta con llave y se ha pasado toda la mañana esperando a Blanca en el portal,
en bata y con las llaves en la mano. Cada día es una sorpresa distinta, que
solo ella recibe al llegar al hogar.
Rosa, es decir Joaquina, ha perdido un marido y conserva una
madre de siete años desde que ella recuerda. La vida por la tarde pasa a ser de
explicaciones y de interminable y repetitiva enseñanza, sin posibilidad por el
momento, de cambio.
Las dos comentan que el pan les da la vida.
Virtudess