Seguidores/as

miércoles, 6 de abril de 2011

Trufa de Avellana


Cuando te vas a comer una trufa empiezas a pasar la vista por su exterior, después intentas captar su olor característico y comienzas: mirando y lamiendo, saboreando y lamiendo, lamiendo y lamiendo. El chocolate negro es más fuerte y está más duro, para proteger lo que esconde en su interior, tienes que aprender a sacarle el sabor, pero con paciencia y tesón lo consigues.
Ella siempre ha sido una persona muy abierta, en todos los sentidos, es decir, da todo, acepta todo y ni siquiera se molesta en ser rencorosa; dice que pierde un tiempo que puede ocupar en cosas más placenteras. No cuesta mucho llegar a ella, pues es confiada y nunca tiene inconveniente en conocer a nadie ni en probar cosas nuevas. Así la conocí yo, sin demasiada confianza en encontrar lo que encontré: una verdadera amistad, pero con mi interés por todo lo que tuviera que ver con este mundo tan dulce.
Una trufa debe de estar hecha con distintos tipos de mousse de chocolate. Así le pasa a ella, según la iba conociendo, iba encontrando diferentes facetas de su vida, distintas pero complementarias. Estas capas consiguen que el sabor de lo que te estás comiendo, sea único cada vez, aunque sea siempre lo mismo. Las diferentes mezclas que se hacen en tu boca, te sugieren sabores a veces desconocidos. Hay una cosa que a todas les gusta, y es ser comidas, degustadas, paladeadas y tragadas. Por quién, a veces,  es lo menos importante, lo principal es ser deseada por todo el mundo y que te devoren con fruición y te hagan sentir que tu cuerpo, ha dado placer a alguien.
Después de varias sesiones con ella, la tenía casi como modelo. Me enseñó que no existe la delgada línea entre el amor y la amistad. Me enseñó que para llegar al amor hay que basarse en los cimientos de la amistad, y desde allí, construir la vida con amor o el amor con la vida, da igual. Una maestra de la existencia que nunca habría enseñado su título a nadie; seguro que cuando se lo dieron lo rompió para evitar presumir de ello. Seguro.
Yo iba con mi escudo, aunque no lo quería admitir; ella simplemente se limitó a mostrármelo y a dejarme ensayar. Cada persona sabe lo que tiene que hacer; hay que dar tu punto de vista con sinceridad y respeto y dejar actuar la libertad de las personas; es decir, me mostró cómo se hacía y me dejó practicar a su lado. Nunca exigió nada y siempre me lo dio todo.
Cuando después de un poco tiempo infinito, llegué a su centro, me encontré la avellana. Su corazón estaba endurecido pero era comestible. Suponía dificultad para cualquiera llegar allí; solo requería más trabajo del que muchas veces empleamos para intentar conseguir algo. Tenía ese sabor a madera, consistente, propio, gustoso. Ese sabor que te confirma que ha merecido la pena el esfuerzo para llegar a obtenerlo.
Allí vi como se desbordaba el sufrimiento escondido entre tanta dulzura; las enfermedades modernas padecidas por su entorno más cercano, su soledad frente a ellas, la falta de esa persona especial para compartir el dolor, la lejanía de quienes deberían estar más cerca, sobre todo en ocasiones como estas y su total falta de rencor por la sociedad y por su entorno más próximo. Era de mi edad, pero daba la impresión de ser una persona con mucha experiencia, de esas que  conocemos con el poso que da la costumbre y la tranquilidad de una vida a la que no se le debe nada, con la que se está en paz.
Yo estuve allí en aquel momento, escuché, comprendí y apoyé. En mi  interior quedó el ejemplo de madre, madre que yo nunca podría ser y quedé con mi ancla echada en esa amistad. Ella sigue arrastrando mi ancla y yo intentando aprender a dejarme arrastrar por ella.
Virtudess